La peluca y el sombrero

La peluca y el sombrero
Érase una vez una peluca pegada a un sombrero.
Su brillante cabello negro, liso y mediano tenía un diseño tan elegante como el de las más bellas bailarinas. Llevaba el sombrero ajustado con un poco de pegamento transparente.
El sombrero era tan extraño como el de los jinetes que usan capa: era de suave paño negro, de ala corta y de copa baja con una pequeña curva en forma de sonrisa.
Como si fuera un sombrero con peluca o una peluca con sombrero, los dos estaban siempre abrazados, tranquilos y en silencio.
Una tarde de lluvia, la peluca con sombrero despertó de sus divagaciones románticas cuando la silueta de dos personas empapadas se había detenido a admirarla, deduciéndola  tras los hilos de agua que se deslizaban por la vitrina. Después, como siempre se desvanecieron, quizás para escabullirse entre las luces de la ciudad, o tal vez para entrar al almacén y comprar cualquier baratija de mal gusto.
Pero esta vez, tras el tintineo de la campanilla de la portezuela, la peluca con sombrero escuchó dos voces claras y juguetonas, que trazaron un nuevo rumbo en su destino: los esposos Froilán,  al verla exhibida entre máscaras, capas y luces, no aguantaron la tentación y la compraron emocionados llevándola a casa.
Aún así, con el tiempo la peluca con sombrero se resignó a pensar que su destino era solo una gran mueca burlona: en una sola ocasión la señora Froilán la usó como disfraz en una fiesta de “Halloween”. El resto del tiempo ellos, aquellos esposos que a primera vista la idolatraron con mirada empapada, la usaron como cesta para cargar las frutas, como depósito de llaves, lápices y pastillas para la jaqueca, y lo peor de todo es que llegaron a utilizarla como plato para servir caramelos y como cálido tapete para el perro.
Así, un día en que estaba arrojada en el suelo frente a la tele, la maltratada peluca con sombrero sufrió un accidente: el sombrero se despegó de la peluca hasta quedar completamente separado. Cuando la peluca vio por primera vez a ese sombrero que siempre había estado unido a ella, se sintió maravillada y el sombrero, al ver tan hermosa peluca supo que serían los mejores amigos. Pasaron muchas horas agradables ahí, frente a la tele soñando con el mundo de las películas francesas: por eso él decidió llamarla Mademoiselle y ella lo llamó Monsieur. Pero un día, su agradable pasatiempo se vio truncado cuando los esposos Froilán decidieron organizar un poco la casa y los guardaron en un oscuro armario, en repisas diferentes, lejos el uno del otro.
—Mademoiselle, no te preocupes. Pronto reiremos juntos frente a la tele. Dijo con dulzura el sombrero negro intentando consolar a su amiga que lloraba a lo lejos, pero pasaron muchos días y no sucedió nada.
El polvo ya cubría los abrigos más viejos, el sombrero y la peluca. Estaban tan tristes que ni siquiera el sombrero tenía fuerzas para consolar a la peluca. Hasta que una noche, desde el oscuro armario, el sombrero escuchó una melodía que provenía de la tele. Era una canción que decía: Si tú estás en París y la luna te acompaña ahí, una lluvia de estrellas hará las cosas más bellas y la magia vendrá por fin.
El sombrero negro prestó atención a cada palabra y tuvo una gran Idea que debía comunicarle a la peluca: — ¡Eso es! Mademoiselle... Mademoiselle... soy yo Monsieur. ¿Escuchas esa canción?
— ¡OH! Deja de fastidiar. Me estás ensuciando. Interrumpió con antipatía un elegante abrigo rojo. Era el favorito de la señora Froilán y acababa de llegar de la lavandería. La peluca estaba tan desanimada que no quiso responder, pero el sombrero insistió: —Mademoiselle, creo que la magia está en la luna de París. ¡Estamos a salvo!
—No te hagas ilusiones compañero: muchos de nosotros, así como ustedes dos, quedaremos enterrados en el polvo porque ellos nos han olvidado. ¡Ninguna luna de París! Yo antes era el abrigo que el señor Froilán utilizaba para salir a caminar en la noche, pero hace dos años no veo las luces de la ciudad y sus bocanadas de enigmática confusión. No somos nada, estamos encerrados en medio de la nada. En  cualquier esquina, aquí o allá: las botas grises perdieron un cordón y ahora, junto a la bufanda azul sostienen una montaña de pesados maletines. ¿Comprendes? Dijo un viejo y gordo abrigo de voz ronca.
—Es cierto, Monsieur. No hay nada qué hacer. Respondió la peluca con voz llorosa, pero el sombrero, creyéndose poeta y loco, no se dio por vencido diciendo: —No, yo sí creo en esa magia. Escuchen todos acá en el armario: tengo un plan para salir y librarnos del polvo.
Mientras el sombrero negro, con tono “Hollywoodense” intentaba convencerlos a todos acerca del plan, los esposos Froilán ya dormían profundamente. De repente un ruido estrepitoso proveniente del armario despertó a los esposos. Ellos se acercaron temerosos pensando que se había metido un animal feroz, pero cuando lo abrieron se dieron cuenta que todos los abrigos, camisas, faldas, pantalones y bufandas estaban en el suelo y encima de todos ellos estaban la peluca y el sombrero. Todo estaba cubierto de polvo.
Indudablemente, el sombrero sonreía de satisfacción al ver que, contra todo pronóstico de los escépticos, el plan arrojaba sus mejores resultados: los esposos, sin más opción que la copiosa labor de limpiar cada cosa, comenzaron a recordar cuántas razones e historias había en esos elementos valiosos que habían abandonado en el armario.  Entre copas y juegos de niños se probaron todo, y notaron que era importante volverlos a utilizar.
El turno llegó entonces para los protagonistas de esta historia, quienes aguardaban con misteriosa calma: el señor se probó el sombrero negro, la señora Froilán lo hizo con la peluca, y un rayo de luna entró por la ventana.
La peluca y el sombrero proyectaban sus sombras de piedra, inmóviles, silenciosas, cómplices: los esposos se recogían ante una inexplicable sensación de libertad y un palpitante deseo de pasear por la ciudad nocturna.
Así fue: esa noche, las calles de París acompañaban a los embriagados esposos mientras la luna iluminaba a Mademoiselle y a Monsieur que se miraban sonrientes agradeciendo haber saltado, libres, en medio de la nada.

FIN

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